Hace mucho que no cuento nada acerca de mis periplos en la autoescuela; y pese a que las prácticas darán seguro mucho más que escribir, me decido a ello para contaros una de las experiencias más inusuales de mi vida: el psicotécnico.
Hace una semana ingresé en el
comité de expertos, y me llevé una media de
17 preguntas Julianas/día de regalo sobre una variedad de temas que
ríete tú de la
Encarta: que si velocidad, que si maniobras, que si carril
VAO, carril
habilitado para circular en sentido contrario al habitual, carril
reversible, carril adicional
circunstancial, carril de
aceleración, carril bus, carril para tráfico lento, carril
bici...
... Creo que el día de mañana padeceré carrilofobia; dios mío, ¿de veras existen tantos diferentes?
a) Sí.
b) Sí, como norma general.
c) Sí, siempre, en cualquier caso.
Ya hasta pienso en test... Cualquier pregunta que me hagan se me presenta con sus tres opciones; y para colmo en lenguaje tráfico. Es el acabóse, por no hablar del porrón de señales que en cualquier momento -véase curva de visibilidad reducida- pueden asaltarte desde el arcén y morderte en el cuello si no las entiendes. O eso, o hacerte suspender un test, las muy perras.
Así que yo he decidido cortar por lo sano y presentarme el 18 al teórico, ¡ar! Y claro, he tenido que hacer el psicotécnico, y rascarme el bolsillo para apoquinar 32 eurazos que a día de hoy no sé para qué -insértese vocablo malsonante- eran.
Llego allí y me hacen pasar a una salita tamaño feng-shui, oscura como boca de lobo. Tras jurar sobre la Biblia que llevo lentillas -porque yo lo valgo no; porque soy miope- y sentarme en un taburete giratorio, me invitan a decir hacia qué lado están abiertos los símbolos de la pantalla.
Siempre he querido mentir como una bellaca en estos casos, para ver la cara que se le quedaría al oculista; pero no lo hice. Tapándome primero un ojo y después el otro, respondí sincera cual Pinocho. Luego me encasquetó unas gafas -parecidas a las Wayfarer de Bob Dylan- con un cristal de kriptonita y otro de rubí; digo, uno verde y otro rojo, por aquello del daltonismo.
Abrió entonces un librito y me dijo que qué veía. Yo respondí:
-Ahora una mariposa, un rombo, un cuadrado, ahora un redondel, ahora un... un... ehm... -y me cabreé- ¿Qué es esto?
-¿No lo ves? -dijo ella, como que fuera obvísimo (patada al diccionario)
-Pues no... -dije yo, amilanada, y comencé a preguntarme si ser daltónica estaría bien, y tal.
-Es un comecocos, como el del videojuego este, el... -se trabó.
Y aquí yo me vengué:
-Se llamaba Pac-man -dije con voz fría de Clint Eastwood.
-¡Eso, Pac-man! Bueno, no te preocupes, el 90% de la gente no lo ve si no se lo digo.
"Qué honor", pensé yo, justo antes de que aquella mujer me llevara a otra sala aún más minúscula pero afortunadamente iluminada. Allí me tomó la presión, el pulso y me auscultó -recordé entonces mi terrorífica experiencia con un principiante, no sé por qué.
Después me hizo unas preguntas:
-Dime todas las enfermedades que hayas padecido.
-Pero... ¿todas? -pregunté, incrédula.
-Sí, todas -tono de voz molesto.
-Vale, pues... Catarro, varicela, catarro, catarro, a veces catarro y... déjeme pensar... catarro -contesté sin vacilar.
Vale, sí; soy un poco gamberra. Pero quedaban más preguntas:
-¿Fumas?
-¿Te drogas? -vaya, esta mujer pisa fuerte.
-No.
-¿Te automedicas?
-No.
-¿Pastillas para dormir, tranquilizantes...?
-No.
-¿Bebes?
-No, y por si le interesa, tampoco hago el resto de funciones vitales.
Me ignoró olímpicamente, y prosiguió con sorna:
-Vaya, qué chica más negativa... A todo me ha dicho que no... A ver si cambiamos eso... ¿Alguna fractura, lesión...?
-No.
-¿Ingresaste alguna vez en el hospital?
-No.
-¿Enfermedades infectocontagiosas?
-No.
-¿Te cansas mucho al subir una escalera?
-¿No podría deducirlo a partir de mis anteriores respuestas?
Aquí ya se terminó la encuesta, y pasamos a otra sala donde la -buena- mujer me rogó que esperase.
Así lo hice, sentada ante una máquina que reposaba plácidamente, probablemente en espera de su clímax, provista de dos mandos en forma de T. Cuando mi médico predilecta regresó, me dijo que aquel aparato serviría para medir mi coordinación ojo-mano. Sin más preámbulos, enchufó aquel chisme, y, ante mis ojos, en la pantalla aparecieron dos rayitas -coches, los llamó ella- en sus respectivos senderos.
Para describirlos y no extenderme innecesariamente, diré que parecían sacados del Paint por un bebé sietemesino.
Comenzaron a moverse, y vi que el caminito de la derecha hacía una curva. Se va a enterar ésta, me dije, y la tracé que ni Rossi. Pero, ¡ay! la raya, digo, el coche de la izquierda también se las traía, y pronto me vi inmersa en un serpenteante circuito que mareaba. Fruncí el ceño, pero lo desfruncí al comprobar que aunque me saliera del camino, aquello no pitaba.
La mujer estaba a lo suyo y no me prestaba la más mínima atención, así que yo, por darme el gustazo, dejé que el coche de la derecha se saliera del camino. El psicotécnico salió desastroso, pero como la máquina no pitó, la mujer lo achacó a un error técnico y me felicitó por mi inusual destreza.
Y, después de que estampara su firma en medio de la foto que me pidió, salí de allí alegremente, sintiéndome un poco más... ¿estable, psicológicamente hablando?