La
lluvia es mi potencial
enemiga.
Sonríe desde las nubes; astutamente
camuflada como pequeñas -y dulcemente inocentes- partículas de
vapor. Viéndola así, despojada de sus
imponentes gotas, una se siente impulsada a acariciar esas
algodonosas formas. Y a imaginar
siluetas, derrochar horas bajo
su magia.
Hasta que
llueve.
Entonces, una furia ancestral y
sabia -ataca fortaleciendo
melancolías y
males de amor- se desata. Cae como cayeron los ángeles
caídos al traicionar algún
estúpido dios. Fríamente quema;
me quema.
Un paraguas
no sirve. Menos aún si es de color
gris.
Por eso nos refugiamos bajo esas coloridas
islas, esos artilugios que parecen
champiñones mágicos directamente salidos del universo de un
Lewis Carroll un tanto
ebrio. El viento trata de doblarlos,
morderlos; los tuerce con rabia y un orgullo muy, muy
herido. Consiguen que no nos mojemos.
Y el
viento aúlla,
derrotado. La
lluvia corea un triste
blues en tétrico dueto; el
clima danza.
... Aunque saben que
no importa. Sea como sea, se abrirán paso hasta mi
corazón.
Y allí, en mi propio pecho,
lo ahogarán.
En efecto. Llueve en Salamanca.