Un hombre solo
Yo le observaba, mucho más cercana de lo que él suponía.
La pelirroja también estaba a su lado; como una gata coqueta. Él acariciaba su traje de cristal tibio con sus manos cálidamente frías. Ella. Oh, sí. Ella; brillando rojiza y seductoramente bajo las lámparas. Mirándolo con sus ojos de malta líquida. Deliciosa, y fascinante; llena de ángulos imposibles, eterna amante de los hombres solos.
(Como él)
Pero él no la miraba.
A mí tampoco.
Entre sus manos hacía girar un anillo. Aquel aro plateado bailoteaba torpemente entre aquellos también torpes dedos. Había salido de uno de ellos -del anular; dejando una marca roja, muda testigo de su larga estancia allí- y ahora danzaba con todos.
Polvo al polvo.
No quise interrumpirlo. Me pareció que pensaba en algo muy importante; aunque no supe por qué. Pero respeté su silencio.
Y entonces se puso el anillo otra vez.
Y seguía estando solo.
Aun sin conocerlo a fondo -o quizá sí- deseé que hubiera encontrado respuestas. Le supuse merecedor de ellas; aunque sus preguntas fueran terribles.